Al margen de otros valores que le son propios, y que pertenecerían más a la esfera del «cómo», pienso que hay que empezar este escrito reconociendo, desde el primer momento, lo que en realidad, para los ojos de un arquitecto, es el sustantivo de ese lugar, algo que podría expresarse de este modo: los términos en los que se produce la arquitectura no están estrictamente definidos y el préstamo o, si la palabra pudiera parecer peyorativa, la contribución de otras disciplinas puede no sólo incorporarse a la nuestra sino incluso llegar a ser ella misma.
Esto llevaría inmediatamente a discutir cómo la arquitectura sea también sensación o, al menos, admitir que esta sea el escalón previo a la comprensión de la arquitectura. Por otra parte, provocar una determinada sensación con un espacio ha sido uno de los objetivos que con mayor frecuencia se ha propuesto la arquitectura culta y tal provocación, el último nivel se conseguiría con las arquitecturas ficticias, con los trompe-oeils, precisaba en muchas ocasiones del auxilio de otras disciplinas.
Es cierto que esta idea de la arquitectura ha sido desplazada por el puritanismo que, sin duda, caracteriza a la cultura arquitectónica de nuestro siglo quien, valorando una extrema concepción de la pureza, ha exiliado cualquier posible injerencia de otras disciplinas.
Pero esto no ha ocurrido así siempre. El espacio no se definía como realidad en sí misma, sino que, por el contrario, se calificaba con técnicas y disciplinas que podían, en último término, pretender incluso la completa transformación de la misma. Así, la arquitectura pompeyana era capaz de transformar piezas cúbicas en delicadísimas estancias mediante la pintura, y pocos espacios más llenos de su misma realidad que la Casa de los Misterios en la que el estricto espacio físico sea tan poco; la arquitectura de Ravena convertía en completo universo una elemental bóveda; las vidrieras de la Sainte-Chapelle permitían por primera vez pensar en un espacio ingrávido; Mantegna era capaz de convertir en mundo exterior una estancia del Palacio de los Gonzaga de Mantua; la perspectiva del Palacio Spada en Roma creaba el equívoco de un dilatado jardín en un pequeño patio; el hierro fundido, convertido en palmeras, satisfacía la necesidad de extrañeza de una corte establecida en las cocinas de Brighton.
La idea de arquitectura como espacio dio paso, con rapidez, a la idea de una arquitectura como espacio abstracto, ajena a cualquier otra intervención sobre él, llegando a prescribirse con violencia. Aunque la discusión de integración de las artes en la arquitectura es prueba de cómo en los años 50-60 la arquitectura podía dar entrada, admitir la colaboración, pero siempre sin perder su condición rectora: se trataba de una integración en la arquitectura, al sumo concedida.
Pienso, pues, que Il Gardinetto abre paso a una arquitectura no configurada con elementos tan sólo arquitectónicos (entendiéndolos aquí como aquellos que en su corporeidad tienen su propio sentido), siendo prueba de un proceso de liberación que, sobre todo, hace más amplio el campo de trabajo. Federico Correa y Alfonso Milá han tenido ocasión de construir ya algunos restaurantes: del Reno a Il Gardinetto, pasando por Flash, hay un amplio camino que de algún modo es fiel testigo de este proceso.
Trataré de explicarme. Un lugar como este, en el que la gente se encuentra, es sobre todo un determinado ambiente o, si se prefiere, un espacio, una atmósfera, capaz de asumir relaciones más bien imprecisas y genéricas. Imposible aplicar la metáfora le corbusieriana, nunca un restaurante será una máquina para comer. Las vías para alcanzar esta condición ambiental son muy distintas: se podría hablar de una definición abstracta del espacio, que, desde el dominio y la exhibición de un determinado lenguaje, llegara, efectivamente, a construir un ambiente; o pasando ya al orden de lo concreto, establecer para la creación del mismo una serie de contactos con espacios conocidos que permitieran provocar el mecanismo de la evocación con su inevitable efecto; o representar con el espacio otra realidad, lo que de algún modo exige, como condición previa, saber qué es lo que se quiere explicar.
Incluso a riesgo de simplificar y reducir la realidad, diré que la primera de las propuestas requeriría, ante todo, un método, y con él la obra del arquitecto se convierte en un desarrollo que acaba proporcionando un ambiente; el Reno estaría dentro de esta forma de pensar la arquitectura en la que la seguridad y la corrección en el dominio de un lenguaje parecerían ser las virtudes más preciadas.
En cuanto a la segunda, pensando lo que un ambiente puede ser desde lo que sugiere, estaría presente el Flash, donde la ilusión de un mundo, que de algún modo sería coincidente con la imagen de sus propios clientes, daría sentido a la ocupación del tema: la fantasía blanca de un ambiente cinematográfico.
Finalmente, la tercera alternativa, que es la que pienso que se utiliza en Il Giardinetto, obliga a un esfuerzo de imaginación, es decir, a concebir la imagen de lo que se representa.
No es por tanto casualidad, ni simple técnica de estudio, que en la base de los proyectos de Correa-Milá aparezcan siempre espléndidas perspectivas, testigos de estos esfuerzos iniciales para conseguir la imagen.
El conocimiento del arquitecto hará que esta imagen no se desvirtúe y siga siendo, a lo largo de la obra, lo que se pensó. Pero en el caso de Il Giardinetto tal imagen era sobre todo representación o, al menos, como tal se presentaba. Como es bien sabido, si la arquitectura era o no capaz de la representación, ha sido uno de los temas de discusión clave en los tratadistas, prolongándose en los escritos sobre arquitectura del siglo XVIII y al que pareció darse solución definitiva desde el puro visualismo de principios de siglo. Aquí aparecerá otra vez.
Ahora bien, ¿qué se representa? ¿Hasta cuándo y cómo es posible entender la arquitectura como representación? Cuando oí hablar por primera vez de Il Giardinetto creí entender cuál era la entidad de lo que se proyectaba, rehice la imagen y recompuse mentalmente lo que pensaba que sería el local, lleno por la fronda de los árboles que se apoderaban completamente del espacio. Confieso que pensé tanto más en la descripción idílica del ambiente recogido de un jardín doméstico italiano que en la extraña y, me atreveré a decir, próxima a la infancia, imagen que Il Giardinetto nos propone.
El mundo de la pintura pop nos permitía ya estos traspasos, estas traslaciones, la convivencia de dos mundos formales opuestos, entendiendo cómo del encuentro de dos realidades diversas puede emanar la fuerza de una nueva imagen; no era difícil pues pensar en el jardín interior, fingida imagen de un ambiente campestre en el que el encuentro puede resultar más fácil.
Sin embargo, no hay nada de eso en Il Giardinetto; el mundo formal es completamente ajeno a la representación en términos de mimesis; no se trata tampoco de un trompe-l’oeil ni de la violenta impresión de una realidad inesperada.
En este sentido nada hay tan alejado del pop-art, tan poco a la moda, en términos de recuperación de la realidad, como Il Giardinetto.
¡Lo que se representa es lo ya representado en otras ocasiones, está ya tan mediatizado desde nuestro sentimiento, y quiero decir con esto desde nuestro pasado!
Así, los troncos que, ajenos a cualquier tentación mimética, se transforman en finísimos tentáculos, adquiriendo una condición viva, animada; el planísimo techo materialmente cuajado de hojas, con algo del sutil dibujo de los botánicos; la valla trenzada de madera que, convertida en puerta de los ascos, apoya la invasora hiedra; troncos, hojas, hiedra, nos son tan conocidos desde nuestra infancia... se entiende tan bien que la ficción alude siempre a nuestra educada visión de un jardín y no de una selva.
Pero la representación se superpone aquí en el espacio y quizás esto sea lo más sutil de la operación; pues incluso con el concepto más amplio que de espacio como categoría arquitectónica pueda tener, cuál habría sido la decoración, el tratamiento, que aquellos pilares necesitaban no ser convertidos. ¿Cómo en cuentos de hadas, en árboles? o ¿cómo ese techo podría de nuevo transmitirnos la sensación de frescura que bajo la sombra de los castaños se siente? o, ¿qué señal hubiera indicado mejor cuál era el lugar del retrete?
Por otra parte, y en sentido contrario, ¿cómo no admirar la posición que la cilíndrica barra de bar tiene en el conjunto? o, ¿el cuidado en el diseño de la escalera, en la que la experiencia y el conocimiento de los intereses del movimiento moderno quedan tan de manifiesto? o, ¿la precisión de la escalera en las puertas, pasos y espacios cubiertos?
Y aquí se entra ya de lleno en el análisis, en el sistemático encuentro o, pese al cambio de actitud que ll Giardinetto supone, con uno de esos atributos de la obra de Federico Correa y Alfonso Milà mantenidos con mayor empeño y constancia: su exigencia de satisfacción de la función, la educación de los elementos a un uso.
Las mesas, los muebles auxiliares... incorporados a una imagen inequívoca, aquella de la que el restaurante toma su nombre, se convierten apoyados en la metáfora, en elementos de ese jardín, pero también permiten contemplar los entremeses, o sentir cómo ajena la mesa de al lado, aspectos estos fundamentales.
Es entonces cuando se aprecia cómo trabaja ese ambiente; cuando se descubre cómo en el fondo sombrío del bosque se recorta el perfil de una cabeza.
Este sabio uso del color, sin perder la gama, se vitaliza con la presencia de los dorados de los cobres y de los reflejos de la cerámica situados detrás de la balda de sofá que, dicho sea de paso, es la pieza menos clara, desde el uso, de todo el local.
A reforzar el papel que el color cumple en el ambiente, contribuye, prestando un soporte definitivo, la lograda iluminación. Pocas cosas hay tan difíciles en la arquitectura como iluminar bien una estancia; la forma en que se ilumina Il Giardinetto es uno de sus grandes atractivos. Se recupera en él la singularidad de las situaciones desde pequeños focos que hacen la iluminación, sin embargo, uniforme; desde tal uniformidad se entiende el papel de los toldos que, permitiendo la aparición de los huecos, dotan al ambiente de un cierto sentido de espacio público, no privado, que entiendo sea absolutamente necesario.
El mundo de los objetos, mesas, muebles (habilísimo el tapizado de los respaldos de las butacas) juegos de mesa, cubiertos, etc., se instala en el ficticio mundo con absoluta naturalidad mientras que las plantas (forzosamente de plástico), en escogidísimos lugares, completan la variedad del espacio.
Tal variedad que pudiera extenderse como deliberado propósito de amenidad no excluye la exigencia de calidad en cualquiera que sea el punto; lo espontáneo y el más exquisito cuidado parecen vislumbrarse sin posible segregación. Nada en Il Giardinetto se ha olvidado, y aún así, la afectación no aparece y hay siempre una bocanada de buen humor que elimina cualquier posible lectura en busca de lo evidente e inmediato; la cultura, desde cierta visión epicúrea de la vida, bien puede merecer una sonrisa no ciertamente despectiva.
Así, la ligereza de la fachada, su deliberada intrascendencia, en un ambiente tan cargado de diseño como el de la ciudad de Barcelona que apenas deja ver las paredes, permite ver cómo asoma por esta, blanca, dominada por la ligera hiedra, haciéndonos pensar que la inteligencia no siempre excluye la frescura.