Era finales de 1968 cuando los arquitectos socios de Studio PER (Pep Bonet, Cristian Cirici, Lluís Clotet y Oscar Tusquets), que acabábamos de cumplir veintisiete años, recibimos el encargo del Colegio de Arquitectos de Cataluña y Baleares de hacer el guion y el montaje en la sede colegial de una contraexposición —que titulamos Orim, otro (Miró escrito de derecha a izquierda)— de la exposición antológica organizada por el Ayuntamiento de Barcelona en el marco gótico del antiguo Hospital de la Santa Creu.
Pese a las dificultades que la dictadura del general Franco representaba para la apertura en el extranjero, nos sentíamos muy cercanos a los hechos de mayo del 68 en París. Barcelona era entonces una ciudad más cosmopolita que ahora, que no deja de ser una ciudad en la que el éxito turístico le va diluyendo la personalidad. Y guardamos un recuerdo imborrable de aquellos meses en los que estuvimos trabajando en el proyecto, asesorados por Joan Brossa, Alexandre Cirici, Pere Portabella, Joan Prats y Antoni Tàpies, y sobre todo del contacto con Joan Miró.
En el transcurso de una cena en el Reno, expusimos a Joan Miró nuestro guion, le pedimos una intervención personal sobre los cristales que rodean la planta baja del Colegio y fijamos una fecha para visitar su estudio de Mallorca y escoger algunas pinturas originales que deberían formar parte de la exposición. Al estudio de Miró fuimos Oscar Tusquets y yo mismo. Su casa era bastante kitsch. Una pecera situada sobre una especie de parterre interior era el elemento arquitectónico que más recuerdo de la sala de estar donde esperamos a que bajara de su dormitorio. Se excusó diciendo que aquel era el terreno de su esposa Pilar, que tenía un hermano arquitecto que les había obsequiado con el proyecto. Enseguida nos condujo hacia su estudio, un edificio de gran calidad arquitectónica y muy vivido por Miró, lleno de obra en curso de ejecución, recortes de revistas y diarios y diversos objetos de arte primitivo africano. Nos impresionaron mucho las pinturas en las que estaba trabajando.
Nuestro guion planteaba dividir la exposición en dos espacios bien diferenciados, separados por la escalera que lleva a la llamada Sala Picasso y que proponíamos cerrar lateralmente y por encima como si fuera un túnel en fuerte pendiente. El espacio inferior estaría dedicado al Miró de antes de la Guerra Civil; el espacio de encima, en el Miró de después de la guerra. El túnel-escalera entre ambos espacios significaría la época oscura de la guerra, y se proyectaría una película que encargamos a Pere Portabella.
Diseñamos los diferentes rincones y vitrinas para poner los cuadros y objetos de la exposición, con los materiales propios de los encofrados que nos proporcionó desinteresadamente la empresa constructora que más apreciábamos en aquellos tiempos, y que desgraciadamente ha desaparecido del mercado: Famadas, SA.
En cuanto al contenido, a pesar de que Miró, Prats y Tàpies nos ofrecieron obras originales de sus colecciones particulares, sólo utilizamos las obras que tenían mayores posibilidades didácticas y una actitud más contestataria. Las grandes obras no nos interesaban, ya se podían ver en la gran exposición del Hospital de la Santa Creu.
Gran parte de nuestra exposición consistía en una selección de fotografías ampliadas de fragmentos de cuadros en los que estaba presente toda la simbología de Miró, como el sexo femenino representado por unos peludos labios genitales, o bien curas pasando por el anillo, tal como puede verse en los grabados de la serie Barcelona. Pero en nuestro guion figuraba también pedir a Joan Miró que hiciera alguna intervención en los cristales que rodean la planta baja de la sede del Colegio de Arquitectos, en la plaza Nova. Nosotros imaginábamos que, en el mejor de los casos, pintaría su firma, pero su respuesta entusiasta fue pintar un mural en cuatro colores y negro. A cada uno de los guionistas nos asignó un color y él se reservó el negro, aplicado a la escoba, para corregir lo que nosotros teníamos que pintar momentos antes. Era, en grandes dimensiones, la misma actitud que llevó a Miró, en la última etapa de su vida como artista, a pintar sobre cuadros anónimos que compraba en exposiciones provincianas.